quarta-feira, 17 de janeiro de 2007

Pathos salteado

"Cerró la pluma estilográfica, la dejó suavemente sobre la mesa y se levantó a echar una espuerta de leña a la chubesqui. Antes de volver a la mesa remoloneó al calor del fuego, frotándose las manos y reflexionando. Aunque en la ventana se veía un recuadro del cielo azul, en el interior reinaba la penumbra. Una lámpara de pantalla metálica arrojaba un cono de luz sobre las cuartilhas que llevaba emborronando desde el mediodía. Ahora bajo el foco que lo individualizaba en la penumbra, aquel mensaje adquiría la relevancia de una prueba irrecusable. Se sentó, suspiró, destapó la pluma estilográfica y continuó escribiendo. 'Para combatir esta desazón, algunos se entregan a una actividad sin tregua; otros, por la misma causa, persiguen el dinero, el éxito, el poder u otros fines igualmente superfluos.' Había usado la palabra superfluos unos reglones más arriba, pero la interrupción para avivar el fuego le impedía advertir esta reiteración. 'Otros, por último', prosiguió, ' se encierran en sí mismos, como si sólo una vida interior llevada a los límites de la demencia pudiera dulcificar la aridez de toda existencia'. De todos, éstos son los peores, pensó; pero no consignó esta idea por escrito: no quería influir en la opinión de la persona a quien iba dirijida aquella carta. 'El frío y el mal tiempo no han cesado', añadió en cambio. 'Tampoco han ido a más, pero nuestra resistencia está ya muy menguada. A mi alrededor todos presenten síntomas de emaciación; la moral es baja y reinan la dejadez y el mal humor, pero también la resignación y la tolerancia: en el fondo, todos sabemos que se trata de un estado pasajero, que cambiará con la primavera, que ya se anuncia en la ventana.' Se llevó la pluma a los labios y se quedó pensativo. Como si hubiera conjurado con sus palabras, el abatimiento que acababa de describir vino a alojarse a su ánimo. Tenía más cosas que decir, pero no encontraba la energía necesaria para hacerlo: la mera escritura se le antojaba ahora un esfuerzo superior a sus posibilidades. Concluyó la carta con la fórmula común a la que agregó, sin mucha convicción, la promesa de escribir de nuevo en unos días, firmó la carta, dobló el papel, lo introdujo en el sobre y escribió en él el nombre de su hijo y las señas de su antiguo domicilio conyugal.
Al salir a la calle para ir a la estafeta, donde se proponía hacerse sellar y certificar la carta, advirtió haber sido víctima de un engaño: el azul que había visto en la ventana de la pieza era sólo un mínimo fragmento del cielo, que se presentaba en general encapotado. La primavera que había augurado inminente en la carta, todavía tardaría semanas, si no meses, en llegar. La nieve, en la cual el invierno no había sido parco, se había convertido en charcos pútridos allí donde el sol la había logrado disolver; donde los rayos de sol no llegaban, todavía se veían unos ridículos promontorios ennegrecidos por la suciedad del aire. Sólo en un canal solitario, sobre una góndola cubierta de lona asfáltica, la nieve conservaba inexplicablemente su blancura original. El balanceo ocasional de la góndola hacía que se desprendiesen diminutas agujas de hielo del cable que la sujetaba a una bita de amarre. Entonces las agujas, alargadas y transparentes como lágrimas de una lámpara antigua, caían al agua silenciosamente."- La isla inaudita, por Eduardo Mendoza

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